Rafa Nadal consiguió una nueva, y legendaria, victoria en cinco horas y 24 minutos que fueron mucho más que tenis. Todo un regalo para los más pacientes, entregados y fieles admiradores.
Sí, casi todo el planeta lo sabe. Lo de Rafa Nadal. Que son 21 grandes finales ganadas. Y, echando la vista atrás, tal vez logremos recordar algunas escenas de todas esas épicas victorias. Como cuando ganó a Federer, al tercer intento, sobre la hierba de Wimbledon. Al que también ganó una vez en Australia (con aquella mítica entrega de premios, abrazados). Y en París, hasta en cuatro ocasiones, con un Nadal que alguna vez incluso no llegó a revolcarse por la arcilla tras obtener el último punto, después de tan demostrada superioridad. Cosas de la educación. También lo logró en la capital francesa en tres rápidas mangas ante un Djokovic teóricamente máximo favorito de una final que se jugó en otoño por culpa de la dichosa pandemia.
Rafa lo hizo con 19 años recién cumplidos y lo ha vuelto a hacer camino de los 36. Con camisetas con mangas y sin ellas… y de todos los colores, aunque de una sola marca. Y montado también en una sola marca de coche, la misma que anuncia con poca destreza (actuar no es su mejor golpe).
También ganó a los casi olvidados Puerta y Anderson. A Soderling, el primer tenista que le venció en la arcilla de Roland Garros. A los siempre difíciles Berdych o Wawrinka. Y a los siempre aguerridos Ferrer o Thiem. Venció con la pista abierta y techada, con sol y con interrupciones por la lluvia, de día y de noche, con el silencio majestuoso de Inglaterra y el ruido alocado de New York. Incluso lo hizo un lunes y no un domingo por culpa de la ya mencionada y romántica lluvia parisina. También lo logró, curiosamente, después de derrotar a su actual entrenador, Carlos Moyà, en una de las contiendas previas a la final.
Siendo el número uno del mundo. El cinco. Y, como el todo el mundo ha comprobado, lo ha hecho en plenas facultades físicas, renqueante, con dudas o después de mucho tiempo sin ganar… y sin jugar.
Por eso no nos olvidaremos fácilmente. Que llegamos tarde a una cita. Que nunca pusieron aquella película. Que lo comentaste con tu padre, en vez de hablar de cómo te iban las cosas. Que te emocionaste, incluso al ver las imágenes repetidas. Porque lo vivido y lo sufrido durante cinco horas y 24 minutos fue un regalo para los más pacientes, entregados y fieles admiradores. Los que guardarán para siempre en sus retinas ese regalo de batalla que brindaron Nadal y Medvedev, quizás la remontada más vertiginosa nunca vista en una pista a cinco sets. Fue mucho más que tenis. Fue pura vida.